Desde hace unos años, el suelo agrario o rústico, o más bien, una parte del mismo se ha convertido en un activo que va muchas veces más allá de su valor para la producción de alimentos, ya sea a través de los cultivos o mediante pastos, e incluso como superficie forestal.
Es más, podría decirse que parte de la Superficie Agraria Útil (SAU), destinada a la actividad agraria, según zonas, ha devenido a menos frente a otros usos que nada tienen que ver la misma, como la implantación de energías renovables (huertos solares, parques eólicos, paneles fotovoltaicos) o las que se derivan de unas mayores exigencias de tipo medioambiental, que no la hacen rentable para la producción de alimentos (atención en un próximo futuro a lo que depare la “agricultura de carbono”). Entre esos otros usos, continúan estando las habituales expectativas urbanísticas en algunas zonas cercanas a las urbes, ligadas a la construcción inmobiliaria y a infraestructuras de ocio y de servicios.
Ese creciente interés de operadores empresariales y fondos de inversión se centra, no obstante, principalmente en explotaciones bien dimensionadas, tecnificadas o con posibilidad de serlo, con regadío y en cultivos permanentes y leñosos (frutales, cítricos, subtropicales, viñedo, olivar, fruto seco…) de explotación intensiva o superintensiva, con selección de variedades mecanizables (en seto), reducción de marcos de plantación y sustitución de mano de obra por maquinaria específica, y en busca de rentabilidad a medio y largo plazo.
Ante esta situación, ¿en qué lugar queda la denominada agricultura familiar de pequeñas y medianas explotaciones, de agricultores y ganaderos que residen en los pueblos y viven de de su actividad? En Aragón, cuyas Cortes regionales aprobaron recientemente una Ley de Protección y Modernización de la Agricultura Social y Familiar y del Patrimonio Agrario, impulsada desde la Consejería de Agricultura, lo ven bastante claro: “el proceso de globalización de los mercados agrarios, así como la necesidad de elevadas inversiones para alcanzar los desafíos tecnológicos y de digitalización, que se están produciendo en el sector primario para asegurar su sostenibilidad tanto ambiental como económica, está situando a este tipo de explotaciones (las familiares) en una posición de desventaja competitiva respecto a otros modelos de agricultura corporativa cada vez más extendidos.”
Y añade que todo ello “está conduciendo en los últimos años a un regresión del peso de este tipo de explotaciones (las de índole familiar) en las cifras macroeconómicas del sector. De hecho, la fracción de Renta Agraria imputable al modelo de agricultura familiar alcanza en estos momentos en Aragón apenas el 20% de la Renta Agraria total”. Y ello afecta tanto a la actividad agrícola, como sobre todo a la ganadera, principalmente a la de los subsectores más integrados de porcino, avícola, cunícola y bovino de carne y, en algunos casos, de leche.
Es probable (por no decir, que lo es casi seguro) que la única salida para la supervivencia de las explotaciones familiares sea o esté, como socios, en agrupar su oferta productiva para su comercialización conjunta en el mercado a través de cooperativas o entidades asociativas similares, que aporten a demanda todo tipo de insumos y servicios de uso común; en una mayor concentración de las actuales ayudas y subvenciones públicas en las mismas, así como en una discriminación positiva en materia fiscal o financiera, que esté ligada también a una mayor vertebración social y a la ocupación de territorio en el medio rural.